jueves, abril 30, 2009

Tráfico de influenzas


Normalmente salgo al mundo y en sus calles me contagio de su odio, de su prisa, su tristeza, su arrogancia, de su orgullo, su soberbia, sus ideas, su petulancia.

No tardo en creer que soy alguien importante y que es valiosa mi opinión, que me merezco lo que ofrecen los anuncios, que votar vale la pena.

Al dar la vuelta en la esquina me detengo unos segundos y miro cómo he crecido.

¿Para tan malas influenzas habrá un buen antiviral?

Mucho es lo que nos afecta en la vida cotidiana pero hoy se señala sólo a un demonio en especial, execrable tema obsesivo de trivial conversación para charlar con la boca tapada.

Epidemia tautológica que nada tiene que ver con esta seca garganta, con esta tos que no limpia, con estos mocos rojizos, aferrados y con este inocente estornudo que rechazan los transeúntes con fúnebre indignación.

Los que trabajan de jefes de clanes, tribus y hordas, con toda su buena fe (¿inconsciencia es buena fe?) quieren devolver la infausta realidad a la regularidad, la paz, la normalidad.

La realidad no se deja.

Ya el planeta está irritado.

Se sacude, se rasca el lomo.

Ya tiene gente de más.

Teístas empedernidos, pensamos que es un castigo a nuestra obtusa impiedad.

Y me río de esas sesudas teorías que culpan del tifo y de tanta paranoia a Bush, a Pinky, Cerebro y a varios genios del mal, viscosones que se han hecho dueños de las monetarias riendas del sobado mundo.

Los intelectuales, chico, ¡ah, qué inocentes que son!

¡Y la colectividad, qué tierna, que va con sus mascarillas sobre la blanda conciencia, infectándose de radio, de periódicos, de cine, de escuela y televisión!

Y esta incapacidad humana de estarse tranquilos, quietos, sin hablar, sin aspavientos, dentro de una habitación.

Esta necedad de querer saber, querer estar informado, de uniformarse a través de lo que dice el vecino, de llenarse de opiniones, propias, ajenas, da igual.

Mientras ando por el bosque me doy cuenta que los árboles no se enteraron del chisme.

Que la vida sigue igual, pero que nosotros no.

Hoy estamos asustados.

Lo extraño es que no es mentira, que hay ahora en alguna cama alguien que se siente mal; los pulmones lacerados, sin aliento, rindiéndose en pleuresía. Tiene ulcerada la tráquea, estragos del diplococo, en una y doscientas camas, en quinientas, en tres mil.

Del mismo y distintos virus.

Del mismo y distinto mal.

Héroe anónimo.

Una cifra para emitir otra nota.

Su nombre no nos importa, mártir de una tarde ignota que libró cruenta batalla por una causa sin dueño.

Y hay en algún cuerpo humano un virus nuevo y extraño que se debate entre morir y seguir muriendo. Un fármaco cala sus fuerzas y está acabando con él.

No importa eso.

Lo alarmante es que está en peligro el gran rey de la creación.

¿Y yo, soy también mis bichos, mis microbios, mis afectos, mis efectos, mis defectos, mis infecciones, mis virus, mis hilos, mis ilusiones?

¿O por qué les llamo mis?

Entre lo mío no figuran los pechos ni la cintura de aquella Miss Universo.

Luego, esa miss no es de mis.

Sin embargo somos todos parte de un universo y, ahora, mientras esto escribo toso, estornudo y muero, quiero, me consumo, hiero y muero cada instante y otra vez no soy el mismo.

Entre el que vivo y me muero se extiende todo un abismo, el que sabe y el que ignora, el que se está defendiendo, el inmortal, el fugaz, el duro, el perecedero, el que se está divirtiendo, el que no se va a rajar, el embustero que vendo y el mismo que nunca fui.

El final se va acercando.

La influenza influye en mi vida y la muerte influye en mí.


© Oscar Franco

miércoles, abril 29, 2009


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http://poesiasintapabocas.blogspot.com/

Poesía infecciosa de temporada.

lunes, abril 27, 2009

Asesino por naturaleza

A mi querido amigo, hermano y maestro,

Paulo, el Ayívika, por nuestros Sutras del Chai

(especialmente por el Sutra del Doctor Wilson y Míster House)

y a quien, como a mí, le quede el saco.


Creo que si al menos supiera por qué hago lo que hago podría salvarme.

¿Qué loco?

Como si fuera tan simple como tener la razón.

Soy un asesino.

No quisiera serlo pero me es inevitable.

Cada vez que hablo alguien muere.

Cada vez que muevo un dedo hay alguien que cae herido

y cada vez que pienso

atento contra mí.

Debería haberme callado hace ya mucho tiempo.

¡El mundo es tan susceptible!

¿Les sorprende que me queje de que mis víctimas sean como son?

Soy un asesino, sí pero no puedo evitarlo y este poder me atormenta.

No termino de asumir mi condición de asesino.

Aún no acepto que alguien muera.

Es grave, quiera o no quiera,

tarde o temprano, cuando me mueva

yo voy a matar a alguien y la triste realidad

es que inevitablemente y por mucho que me cuide

algún bienintencionado,

por heroico o descuidado,

a su vez, me va a matar.

Y si no me mata alguien me matarán mis sentidos:

Lo que yo miro me mata. Me mata lo que yo toco.

Lo que yo pienso me mata. Me mata lo que yo oigo.

Lo que yo como me mata.

Me mata lo que yo piensa,

lo que yo dice,

lo que yo quiere,

lo que yo hace,

lo que yo ingiere,

lo que yo alcanza,

lo que yo puede,

lo que yo, lo que yo, lo que yo

yo,

yo.

¿No hacemos todos igual?

¡Ah, qué vida malandrina!

¡Pero qué ciego que voy que no quiero darme cuenta de que no actuar no es opción,

porque siempre haremos algo y aunque elija no hacer nada,

incluso ese absurdo escape será por mi decisión!

No hay peor infierno que hacer como que no sé lo que sé,

que mi mente atormentada invente a sus policías que,

paradójicamente, nunca saben que lo son.

Creo entonces que sólo eso me salvará de momento,

pero no hay donde esconderme cuando la noche madura.

Al final hay alguien que sabe que he cometido un crimen.

Al final hay alguien...

Yo.

Creo que si al menos pudiera dejar de ser yo podría salvarme.

¿Qué locura?

Si dejo de ser quien soy

entonces, ¿a quién voy a salvar?

Soy asesino de closet, no me asumo responsable.

Si me interroga la conciencia sé qué voy a declarar:

Mis víctimas tienen la culpa; si no fueran cómo son.

Él tenía que haber sabido pero sólo iba a lo suyo.

Ella debió hacerse a un lado.

Ellos nunca me entendieron, sólo barrían para adentro.

Ella no me comprendió, jalaba agua a su molino,

de mí ni se preocupó.

Ególatras y mezquinos, vanidosos, egoístas

que no querían darse cuenta que el centro del mundo era yo.

Y no termino de asumir mi condición de asesino.

Eludo saber que hay alguien que conoce al criminal.

Pero no hay donde esconderme cuando la noche madura.

Al final hay alguien,

yo

y no lo puedo callar.


© Oscar Franco