No es cierto. De esto nada es cierto, lo confieso, es puro cuento. Lo he inventado todo, es cierto, de esto nada es cierto. La vida que me creo (y que me creo) es una mentira.
Miento. Miento por no lastimar, para hacer todo más fácil. Miento para no sufrir. Me miento de frente al mar. Me miento, me cuento un cuento. Te cuento y no sé que siento.
Así pasó, te lo juro y a fuerza de insistir en ello me convenzo que es verdad.
Hablamos el mismo idioma pero un lenguaje distinto.
Cuando interpreto me miento, mis opiniones me engañan. Las emociones se ensañan contra éste que las consiente, que actúa siguiendo su instinto y que por no hacer daño miente.
Es mentira mi inocencia. Miento por placer y miedo. Miento por concupiscencia. Así me he engañado a mí.
No soy lo que ves, es cierto, es mentira. Así es, ya lo ves, no es cierto.
La noche había llegado más pronto que nunca. Tan temprano llegó que nadie pudo notar su presencia, ya que el sol ni siquiera había alcanzado el zenit. Pero Pímdel supo que la noche había llegado, de modo que se levantó, alzó su espada y, tras apuntar con ella a las nubes que ocultaban las estrellas, guardó su arma mágica en la funda. El resto de los caballeros aún dormía sobre el césped. Pímdel montó en su corcel azul violeta y cabalgó en silencio. El horizonte lo devoró. Después de un rato, Beze abrió los ojos, pues sintió el sol justo sobre su cara. Un presentimiento recorrió su espina dorsal. Lo sabía. Despertó a Larento y le dijo lo que había sucedido. Ambos habían prevenido a Pímdel. Trataron de persuadirlo para que desistiera de ir al lejano Oriente. Pímdel, testarudo, estaba claro, había desobedecido. Para su mayor sorpresa, vieron el broche dorado de Pímdel brillando sobre el césped. -No podrá ver nada cuando llegue la noche. -Es verdad, nunca sin su broche dorado. No podrían imaginar lo que sucedió cuando Pímdel llegó a la India en busca de Pahn-Hu. Flores de color naranja brotaban por el camino que iba recorriendo. Cada vez que su corcel levantaba la pezuña, una nueva flor nacía. Pero de esto, como de muchas otras cosas, Pímdel no se daba cuenta. Llegó al palacio de Pikkab Hubh unas horas más tarde. No se escuchaba ni el menor ruido. Dentro y fuera del palacio, la gente estaba paralizada, mirando al cielo. Durante largo tiempo, los habitantes del remoto país se estuvieron preguntando por qué el sol continuaba ahí, en el zenit. Se suponía que la noche hubiese llegado hacía ya muchas horas. En ese momento la gente era ya sólo un conjunto de estatuas. Sin pensar más en nada, Pímdel siguió el rumbo que le dictó el corazón. Así llegó ante un viejo libro en el medio de un polvoriento salón. Colgaban telarañas del techo. El libro estaba abierto sobre una gruesa mesa. Leyó: “Carda las carcomidas jácenas de donde huyen precipitadamente los roedores y donde juguetean los duendes”. -¡La noche! –gritó Pímdel y corrió. Había en los muros, inscripciones que todavía no lograba entender y cuyas imágenes flotaban incesantes en su mente. Corrió. Sabía que Beze y Larento estaban siguiendo sus pasos y que pronto lo alcanzarían. Lo que ellos de ningún modo sabían era que, al hacer eso, estaban trayendo a este país el verdadero color de la noche. Pímdel encontró su corcel, al cual había dejado esperando a la entrada del palacio. Cabalgó enseguida. Beze y Larento estaban muy cerca en realidad. Ellos habían cabalgado un largo trecho para ir en ayuda de su amigo. A su paso, sus corceles iban tiñendo el cielo con el oscuro color de la noche. Eso mataría a Pímdel. Éste se ocultó en un brezal. Cavó una trampa y esperó escondido la llegada de sus compañeros. Tenía que detenerlos. Llegaron ellos al sitio en que hallaron una brizna de mijo sobre un paño rojo, a un costado del camino. Descendieron de sus corceles y caminaron hasta esa que, dentro de la orden de caballería a la que pertenecían, era una vieja señal convenida. Esta vez, la señal los hizo caer en la profunda trampa que Pímdel preparó. -Perdonen, amigos. Ya volveré para sacarlos de aquí. Antes, es imperioso que encuentre a Pahn-Hu. Eso dijo y, sin hacer caso a sus protestas, se alejó pero aún alcanzó a escuchar cuando Beze gritó a Larento: -¡Usa tu espada. ¡Corta esa viga! ¡La viga! A eso se refería, sin duda, aquel antiguo libro en el abandonado salón. Volvió de inmediato al palacio. Todo ahí seguía igual. Nada, o casi nada se movía, excepto... Sí, permaneció inmóvil en un rincón, atisbando cada madero, cada trabe, empuñando la espada. Por fin, escuchó un chirrido y vio correr a un pequeño ratón que salía de un diminuto agujero. Pímdel corrió y saltó sobre la mesa sólo para impulsar su brinco hacia arriba y asestó un golpe con la hoja de su peculiar espada sobre el mero nervio de la viga maestra. Ésta se partió ruidosamente. Fue como el trueno de un relámpago. Pímdel vio rodar sobre el madero un frasco y lo atrapó antes de que se estrellara en el piso. ¡Ahí estaba! ¡Era Pahn-Hu! Su maestro, el venerable mago estaba en el frasco. Sin perder un segundo, Pímdel regresó al brezal. Allí liberó a su maestro. En el mismo instante, el cielo de la India se cubrió de un negro intenso. La gente volvió a caminar sin comprender bien qué había pasado. Las luces de la noche se encendieron. Sonó el canto del grillo. Beze y Larento salieron al fin de la trampa pero Pímdel y Pahn-Hu ya no estaban. Larento buscó en su bolsillo el broche dorado de Pímdel. Fue en vano. Sin embargo, la noche estaba llena de vida. Hacia el poniente, un camino de flores anaranjadas lucía radiante en la oscuridad. Pímdel lo había hecho de nuevo.
Quisiera estar vivo, como mis amigos. Ellos sí están vivos. Se buscan, se encuentran, se besan, se van.
Como ellos que escriben versos a sus madres, les llevan regalos, flores, chocolates. Así son mis cuates. Dicen lo que piensan y luego lo olvidan. Compran lo que miran, giran, te lo dan.
Dejan a su paso mi ciudad desierta, se van con la vida, me quedo con nada, parado en mitad de donde hubo una fiesta, gritando en silencio: "¡Oigan, dónde están!"
Quiero ser ligero, como viven ellos, no tener idea de lo que es el miedo, no coleccionar esta preocupación, abrir un boquete y salir de pronto, muy entusiasmado, con cara de tonto, de atrás de este invisible caparazón que no tiene pulso, mudo corazón.
Quisiera estar vivo, como mis amigos, que hablan sin pensarlo, que no tienen miedo de fallar... y fallan.
Quisiera tocar, sentir algo más al final de los dedos, abatir este absurdo capullo que me hace más mío que tuyo, salir de esta cáscara dura, dimensión lejana, sentir el calor en la piel, húmeda la boca, ver que salga sangre si me araño un labio, llorar de emoción... cualquier emoción.
Quisiera estar vivo otra vez, como un día, aunque sólo un día. Algo te diría sin saber por qué, sin pensarlo mucho, sin tenerme miedo, sin sentirme solo cuando los minutos digan a tu oído que esto ya fue mucho, que es tu turno para desaparecer, sin llorar en seco cuando vea vacía la casa que ahora son muebles callados, espectral jolgorio que antes se movía con cuerpos y voces, con luz y alegría.
Quisiera estar vivo cuando pase el sueño, cuando sólo queden sombras y siluetas; que una dulce amnesia anestesie mi juicio cuando al precipicio se vaya mi gente y me quede con nada, parado en mitad de donde hubo una fiesta.
Perdona, te estaba oyendo o al menos eso creía. Creo que me caí en tus ojos. Tu mirada sonreía y mientras iban saliendo por tu boca las palabras, yo me estaba entreteniendo en tus pupilas zingaradas.
Hablando de sentirse solo, en las entrañas 11:53 terraza. Ahí un fantasma no se siente solo.
Hoy estoy en esta isla desierta rodeado de gente pero, aun así, solo, porque no me hallo, solo, porque pienso en ti y el sol que me mira camina despacio, me mira de reojo, me ve de soslayo, pasa diario por aquí y no tiene prisa en cruzar el espacio. Bajo sus tenazas muero y pienso en ti.
(extracto de: En el País de las Palabras Salvajes)
La comunicación busca su camino. Es muy común, sin embargo, que en una bifurcación uno de los interlocutores se vaya por la izquierda y el otro por la derecha y, aún así, sigan platicando. Lo pienso porque veo ahora una anotación que hice de esa vez en que una señora me dijo: “Quiero una caja de grapas para engrapadora”.
Es chistoso, pero te piden grapas para una engrapadora que ni llevan ni te dicen de qué tamaño de grapas usa. Lo mismo ocurre con los forros para los libros. Te dicen, “quiero un forro para libro”. Punto. Si acaso te dicen, “para libro de secundaria. Éste le quedará?” Y cárgueme a mí con la responsabilidad, ¿no? Ni traen el libro ni la medida. ¡Cómo si todos los libros fueran del mismo tamaño! Puedo creer que si no fuera porque siempre traen puestos los pies, igual llegarían a la zapatería a pedir unos zapatos para unos pies que no saben cuanto miden.
En todo caso, alguien dijo que quería “un forro provisional”, pero no se refería a que se lo pondría a su libro por mientras, sino que quería uno de tamaño profesional.
Pero, bueno, les contaba lo de la señora que dijo: “Quiero una caja de grapas para engrapadora” (sí, así dijo). Por no discutir lo que intuía que no llegaría a ningún lado, voltee para tomar una caja de grapas estándar, que al final de cuentas es la más común. Mientras estaba volteado (o sea, en el momento más adecuado para proseguir con la conversación), ella preguntó:
-¿Cuánto cuesta?
-Bueno, pues, la caja chica...
-¿La de la caja chica sirve para la engrapadora chica?
Por supuesto, hay grapas de tamaño estándar que vienen en cajas chicas, de mil grapas, por ejemplo o caja grande, de 5 mil. ¿Pero se dan cuenta cómo, además, existía el dato de que era una engrapadora chica y no lo soltó hasta que la delató su pregunta? ¿Pues de qué se trata? Parece que van a divertirse poniendo en aprietos al vendedor.
Otra señora traía anotado el encargo: “Grapas Tanda”. ¡Curiosa marca! ¡Claro! Estándar también para la señora.
Y una niña que estaba estudiando contaduría y administración traía en su lista de formatos por conseguir: “un contrato de sub-barriendo”.
Pero nada como la que pidió “un contrato de arrepentimiento”. Fue tan bonita su idea que darle uno de arrendamiento parecía poca cosa.