jueves, diciembre 10, 2009

Vino Pink Floyd


1994

La gente siempre es la gente. Caminamos formando una enorme oruga, parida por el gusano anaranjado, desplazándonos aplastantes desde la estación Mixhuca hasta el Autódromo que, ahora en su modalidad de anfitrión para conciertos, nació grande y cada vez crece más. Ya el hecho de verlo llenarse de público es un gran espectáculo. Hay que caminar. Hay que caminar mucho por canchas y pistas. Es otro planeta. Parece que en nuestra marcha nos dirige Alan Parker y los espectadores que asistirán a la próxima presentación de Pink Floyd bien podrían mirarnos desfilar en la proyección que acompañará la música de alguna de sus canciones, en tanto que la letra hablará de ellos y nosotros, público, gente, siempre la gente, a quienes esta banda total, contundente, implacable e impecable, retrata como ningún fotógrafo, captándonos tal cual somos, con nuestros despreciables encantos y nuestras mezquinas preocupaciones, con nuestras absurdas prepotencias y asquerosas sumisiones, cosa que irremediablemente les aplaudimos, porque es innegable, absoluto, porque nos despersonalizamos y sabemos que esa canción habla de todos los que me rodean, menos de mí, que me doy cuenta y nadie me comprende y me duele más que a nadie esta noche de laser y nubes serenas, porque no me reflejan ellos sino que me critico yo, como elijo verme en sus poderosos sonidos desplegados en el cielo. Nadie lo hace igual. Ellos son los creadores y un aura especial los cubre de respeto.
No hay profanadores en el templo del rock que pretendan opacar el ostentoso escenario, que se yergue como un corazón radiante, surgiendo del centro de la tierra, exhibiendo los destellos de una fusión de elementos y sentimientos universales. Es una imaginación sin límites ni inhibiciones. Nacida de una semilla de psicodelia y cultivada con genialidad, da frutos con sabor a efectos de fuegos fatuos que estallan por todos lados mientras ruge el cielo. Vuelan impresionantes un par de jabalíes con ojos que lanzan rayos de luz.
Las baquetas de Nick Mason espolonean las ancas del mundo que se cimbra. Florece en el centro de nuestras miradas una esfera de plata que esparce sus destellos. Nos estremecemos con las voces de tres sirenas destacadas en una alta roca. Suena el despertador, pero el sueño es más vívido con Time. Tampoco nos despiertan las Campanas de la División. Estamos más hechizados. Sólo entonces, cuando los teclados de Rick Wright cubren la baja atmósfera, acepto la posibilidad terrenal, musical del midi. Parece que a mis espaldas canta la tribuna entera y volteo más de una vez para ver una de las varias plumas que sostienen la música del cielo.
Richard, con la fabulosa asistencia de Jon Carin, hace maravillas en las teclas blancas y negras. Crecen como espuma las voces de las niñas, junto al espeluznante saxofón. Se desgaja la esfera de plata. Nos baña de luz. Caen de las estrellas los enormes jabalíes desfallecidos. Los puños del auditorio se elevan clamando. "¡One! ¡One! ¡One!..." Esa voz que recita y dice muchas gracias, muchas gracias, no podría ser más nítida. ¿Así que creías que podrías disfrutar el haber venido al show? Pues sí, es un agasajo oír a Pink Floyd y su tripulación.
Un gran aro, coronado de luces, hacía las veces de mágica pantalla para la protección de esas fantasías de realismo onírico del legendario grupo inglés. Aullaba la bóveda celeste. Se oía la máquina registradora pero no llovían billetes. Un murmullo se arrastraba bajo los asientos. ¡Caray, Roger, compañero poeta! ¡Ojalá estuvieras aquí!
El público era uno. Se divirtió como uno. Hizo su típica ola. Se rió de él y se aplaudió. Tuvo su típico comportamiento emotivo-mecánico-religioso. Sentados. De pie. Oremos. México siempre fiel. ¡Otra, otra, otra...! Podéis ir en paz...
Fuegos artificiales, chispas y centellas y, en el centro de la creación, majestuosa, grande, despellejándonos con sus sensuales uñas agudas, la guitarra de David Gilmour. De pie. Esto es Pink Floyd, toda una experiencia.
Una paradoja, el sedante más estruendoso que mis oídos hayan visto.
No hay más.
... la misa ha terminado.
Y hay que caminar, esta vez más y más y más.


© Oscar Franco

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