viernes, mayo 15, 2009

Pímdel

La noche había llegado más pronto que nunca. Tan temprano llegó que nadie pudo notar su presencia, ya que el sol ni siquiera había alcanzado el zenit. Pero Pímdel supo que la noche había llegado, de modo que se levantó, alzó su espada y, tras apuntar con ella a las nubes que ocultaban las estrellas, guardó su arma mágica en la funda. El resto de los caballeros aún dormía sobre el césped. Pímdel montó en su corcel azul violeta y cabalgó en silencio. El horizonte lo devoró.
Después de un rato, Beze abrió los ojos, pues sintió el sol justo sobre su cara. Un presentimiento recorrió su espina dorsal. Lo sabía. Despertó a Larento y le dijo lo que había sucedido. Ambos habían prevenido a Pímdel. Trataron de persuadirlo para que desistiera de ir al lejano Oriente. Pímdel, testarudo, estaba claro, había desobedecido. Para su mayor sorpresa, vieron el broche dorado de Pímdel brillando sobre el césped.
-No podrá ver nada cuando llegue la noche.
-Es verdad, nunca sin su broche dorado.
No podrían imaginar lo que sucedió cuando Pímdel llegó a la India en busca de Pahn-Hu. Flores de color naranja brotaban por el camino que iba recorriendo. Cada vez que su corcel levantaba la pezuña, una nueva flor nacía. Pero de esto, como de muchas otras cosas, Pímdel no se daba cuenta.
Llegó al palacio de Pikkab Hubh unas horas más tarde. No se escuchaba ni el menor ruido. Dentro y fuera del palacio, la gente estaba paralizada, mirando al cielo. Durante largo tiempo, los habitantes del remoto país se estuvieron preguntando por qué el sol continuaba ahí, en el zenit. Se suponía que la noche hubiese llegado hacía ya muchas horas. En ese momento la gente era ya sólo un conjunto de estatuas.
Sin pensar más en nada, Pímdel siguió el rumbo que le dictó el corazón. Así llegó ante un viejo libro en el medio de un polvoriento salón. Colgaban telarañas del techo. El libro estaba abierto sobre una gruesa mesa. Leyó: “Carda las carcomidas jácenas de donde huyen precipitadamente los roedores y donde juguetean los duendes”.
-¡La noche! –gritó Pímdel y corrió.
Había en los muros, inscripciones que todavía no lograba entender y cuyas imágenes flotaban incesantes en su mente. Corrió. Sabía que Beze y Larento estaban siguiendo sus pasos y que pronto lo alcanzarían. Lo que ellos de ningún modo sabían era que, al hacer eso, estaban trayendo a este país el verdadero color de la noche.
Pímdel encontró su corcel, al cual había dejado esperando a la entrada del palacio. Cabalgó enseguida. Beze y Larento estaban muy cerca en realidad. Ellos habían cabalgado un largo trecho para ir en ayuda de su amigo. A su paso, sus corceles iban tiñendo el cielo con el oscuro color de la noche. Eso mataría a Pímdel. Éste se ocultó en un brezal. Cavó una trampa y esperó escondido la llegada de sus compañeros. Tenía que detenerlos.
Llegaron ellos al sitio en que hallaron una brizna de mijo sobre un paño rojo, a un costado del camino. Descendieron de sus corceles y caminaron hasta esa que, dentro de la orden de caballería a la que pertenecían, era una vieja señal convenida. Esta vez, la señal los hizo caer en la profunda trampa que Pímdel preparó.
-Perdonen, amigos. Ya volveré para sacarlos de aquí. Antes, es imperioso que encuentre a Pahn-Hu.
Eso dijo y, sin hacer caso a sus protestas, se alejó pero aún alcanzó a escuchar cuando Beze gritó a Larento:
-¡Usa tu espada. ¡Corta esa viga!
¡La viga! A eso se refería, sin duda, aquel antiguo libro en el abandonado salón.
Volvió de inmediato al palacio. Todo ahí seguía igual. Nada, o casi nada se movía, excepto...
Sí, permaneció inmóvil en un rincón, atisbando cada madero, cada trabe, empuñando la espada.
Por fin, escuchó un chirrido y vio correr a un pequeño ratón que salía de un diminuto agujero. Pímdel corrió y saltó sobre la mesa sólo para impulsar su brinco hacia arriba y asestó un golpe con la hoja de su peculiar espada sobre el mero nervio de la viga maestra. Ésta se partió ruidosamente. Fue como el trueno de un relámpago. Pímdel vio rodar sobre el madero un frasco y lo atrapó antes de que se estrellara en el piso. ¡Ahí estaba! ¡Era Pahn-Hu! Su maestro, el venerable mago estaba en el frasco.
Sin perder un segundo, Pímdel regresó al brezal. Allí liberó a su maestro. En el mismo instante, el cielo de la India se cubrió de un negro intenso. La gente volvió a caminar sin comprender bien qué había pasado. Las luces de la noche se encendieron. Sonó el canto del grillo.
Beze y Larento salieron al fin de la trampa pero Pímdel y Pahn-Hu ya no estaban. Larento buscó en su bolsillo el broche dorado de Pímdel. Fue en vano. Sin embargo, la noche estaba llena de vida. Hacia el poniente, un camino de flores anaranjadas lucía radiante en la oscuridad. Pímdel lo había hecho de nuevo.

© Oscar Franco

No hay comentarios:

Publicar un comentario