lunes, abril 20, 2009

Corrí con ellas

¡Ay, amigo! Si hubieras visto lo que esta noche vi. Estrellas, muchas estrellas. Sí y corrí con ellas.

Salí a correr con la intención de mantenerme en buena condición. Quería salir un poco más temprano pero me extendí en el tiempo haciendo mi trabajo y sólo hasta que todo estuvo oscuro decidí dedicarme al acondicionamiento físico.

Lejos de la ciudad. Solo yo. Sentía el inevitable temor de esas circunstancias, solo en el bosque, en una cabaña prestada. Sin saber si era sólo la voluntad de hacerlo o algo más que eso, salí a correr.

Salí y mi impresión al alzar la vista fue indescriptible. No pude menos que proferir una vulgar expresión de asombro. Estrellas, estrellas, estrellas. Muchas estrellas impávidas sobre un oscuro velo, clavadas en el cosmos. No imagino que pudieron pensar de mí cuando aparecí en la tierra ante sus magnas excelencias.

Ahí estaban y si ya sentía un cierto temor de emprender la carrera en la oscuridad, ahora la fuerte impresión me tenía más agitado. ¡Cómo es enorme el universo y cuan pequeños somos sus pobladores! Pero me sobrepuse. Me recordé que había salido a correr y corrí, sí corrí, pero directo a encender un gran faro que iluminara el exterior de la cabaña. Ahora veía mejor mi camino. El negro pasto se volvió verde oscuro. Era una luz tranquilizadora y así corrí cerca de ese punto por algunos minutos. Casi me aprendí de memoria dónde se encontraba la tierra que habría de pisar y me estaba seduciendo la idea de volver a mirar fijamente al cielo y sus infinitas estrellas que hacía poco me habían mareado y aturdido.

Pero ahora no se veían bien. La luz artificial mitigaba su resplandor y el cielo azul oscuro, casi negro, se veía gris, casi blanco. Apenas las distinguía y parecían disgustadas. Sentí que una de ellas reclamaba: “¿Por qué nos haces eso?” y otra de ellas me gritó: “¡Sacrílego! ¡Cobarde! Dices amar a las estrellas y tan pronto como te encuentras con ellas las evitas. Temes el contacto íntimo con nosotras”.

¿Qué podía decir yo? Tenían razón. Entonces, otra más, con voz muy dulce, me aconsejó que apagara el faro. Apenado, en silencio, regresé al interruptor para hacer lo que era correcto y comenzar de nuevo.

¡Qué diferencia! Volvió a reinar su majestad, la noche. Volvió a ser negro el sendero. Volvió a ser natural la naturaleza. Me dejé inundar por esa euforia cósmica y me eché a correr por el negro camino confiando en que mis pies sabrían ver por donde volaban. Yo miraba a las estrellas. Ellas, serenas, aceptaron mi compañía con una sonrisa discreta.

Tenía sobre mí la Vía Láctea que admiraron los antiguos humanos. Y los antiguos guerreros. Y los marinos que enfrentaban los peligros del mar, pero que sólo en su atrevimiento la podían disfrutar, como también la gozan los audaces pilotos que saltan de un continente a otro en sus vulnerables aeronaves.

Disfrutaba ya también yo del gozo que sólo experimenta el que se atreve a enfrentar el peligro para conseguir lo que se propone. ¿Serían ésas las mismas estrellas que contemplaron Aquiles, Diómedes y los demás aqueos cuando la negra noche se tendía sobre los corvos bajeles de muchos bancos y ellos descansaban sobre la playa esperando que la Aurora los acompañara a luchar un día más contra los troyanos? ¡Sí, seguro que sí eran!

Y corrí con ellas, con esas estrellas. Entendí por qué vuelan las aves. Pude sentir el placer que vivió Juan Salvador. Bajaba los brazos. Los hacía vibrar. Los agitaba aleteando. Movía sólo uno para virar. Planeaba. Movía un dedo, dos dedos, para que se colara el aire entre ellos, para elevarme un poco más y volar.

Y volé y corrí con ellas. Volé con las estrellas. Me olvidé de mi forma humana. Volé como el murciélago. Percibí el aroma de las gardenias. Volaba de nuevo, marino de mi cuerpo, de este planeta que es un barco espacial.

Por fin, después de una pequeña eternidad, dejé de correr. Frené un poco mi vuelo. Era suficiente, pero antes de volver al interior de la cabaña di tres vueltas alrededor de ella contemplando las estrellas. Había corrido con ellas, con Orión, Antares, Alfa Centauro, Aldebarán, Rígel, Altaira, pasé a través del anillo de humo. Corrí con Cástor y Pólux. Ahora me despedía de ellas, tantas estrellas. Les agradecía lo que me habían enseñado.

Regresé a la cabaña pero, ¡ay, amigo!, si hubieras visto lo que vi esta noche. Estrellas, muchas estrellas. Sí, salí y corrí con ellas.

© Oscar Franco

2 comentarios:

  1. "Su majestad, la noche" me dice que andas por ahí soñando nuevos destinos.

    ¿Destinos? No, es otra cosa...

    Querido y muy sincero Cero, hoy me comí un helado (de chocochips) en tu honor, pero me abstuve de ir al REFUGIO DE LOS PECADORES porque no me he confesado contigo.

    Abrazo de estrella

    Once

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  2. gracias por tus lindos coments oz.
    un abrazo.

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